20 de junio de 2008

Calle lágrima.

Llueve en Buenos Aires. Lágrima a lágrima las hojas náufragas se ahogan. Y en el suelo, acomodadas en las baldosas grises de la entrada, yo las veo mojarse delicadamente. Cada gota, redonda y cristalina, va inundando las calles de la ciudad en sombras. Y así, también, va limpiando el polvo, soplando con tu humedad todas las telarañas silenciosas que se esconden en los tejados. Y la natura, sin decir nada, abraza los pequeños ríos. De a poco, todas las calles se llenan de mar, de sal y de dulzura.
Entonces la veo. Se está riendo, descubriendo sus dientes blancos en una gran sonrisa.
Sus mejillas se elevan y un zurco casi imperceptible se abre entre la comisura de sus labios
y sus pómulos redondos y joviales.
Buenos Aires está riendo.
Llena de barro, goteras y lagunas. Se ríe de los paraguas y los impermeables,
de la canción sigilosa que hace cada lágrima al golpear contra el capó de los coches.
Se rie de los niños que juegan con la boca abierta de par en par, sedientos de lluvia, de ríos y sales.
Se rie de los hombres que corren, temerosos de mojarse. Se rie de las hojas náufragas acomodadas en las baldosas de mi entrada. Del cuerpo natura abrazando el rocío,
del polvo emancipado de los techos, del alivio de las veredas que tanto tiempo estuvieron sedientas.
Lueve en Buenos Aires.
Y Buenos Aires rie.
Y las hojas que nadan le devuelven la alegría.

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