16 de marzo de 2011

Silencio marchito


El tiempo le asomaba entre los párpados. Los meses se habían colado en su piel, alguna vez suave, y ahora su cuerpo entero era un frágil calendario.

Tenía el cabello almidonado de huellas grisáceas. Las nevadas de algún Abril de antaño habían quedado postradas en sus rizos inquebrantables. También sus pestañas se dibujaban de invierno, y sus cejas fruncidas eran claras como un amanecer aledaño. Un mar perlino había llovido en sus ojos y cubría delicadamente su iris tembloroso.

Los pliegues de su piel asimilaban renglones ausentes, y esa tarde me senté a leer su historia. Los años se escribían y describían en cada arruga débil que se acomodaba sobre su rostro cansado. Sus mejillas aún guardaban el ardor rojizo de una juventud que atesoraba en los recueros encrustrados en los repliegues de su cuerpo. Sabía que en toda su nívea piel se habían tatuado las memorias de su andar, y no necesitaba hojas para deletrearlas.

Era fácil descifrar las quimeras que inútilmente intentaban ocultarse en los surcos de sus labios. Por un momento los nombres de quienes los habían besado se escribieron en su boca como un ave de paso. Sus manos se vestían de cortezas, y ahí, en las hendiduras superficiales de sus dedos finos, se dejaba ver una leyenda que mis ojos indiscretos, placenteros espectadores, ojeaban sin detenerse.

Algo de su pasado, algo de los caminos que se habían grabado en su cabello, algo de los amores y desamores que descansaban distraídos en su espalda; quizás algo de los encuentros y las pérdidas que se recostaban en un letargo agridulce sobre sus uñas quebradizas. Algo de su piel de pergamino me había invitado a descubrir qué calles se enredaban en sus hebras desteñidas, qué cartas se escondían en su sien, qué palabras habían muerto en su garganta.

Esa tarde me sentí como una niña descubriendo una fábula escondida en una silueta mágica. Leí silenciosamente cada palabra ingenuamente escrita en su tez ajada. Ningún vocablo manó de su angostura, pero ese atardecer todas sus crónicas se dejaron ver en su talle marchito.

El tiempo le asomaba entre los párpados. Su anatomía entera era un calendario sutil, finamente acomodado sobre el banquillo estático de aquella plaza. Sus manos curtidas y agitadas se posaban una sobre la otra. Algo de las sombras bajo sus pies me invitó a leer su semblanza discreta. Algo de su mirada distante llenó las páginas de una obra enmudecida, y toda su añeja poesía se imprimió en mis ojos desconcertados. Y fue, sin lugar a dudas, la mejor que he leído.