Hay espacios vacios. Como los que se encuentran en las palabras, entre letra y letra. Son espacios imposibles de llenar. Espacios de soledad. Porque cada letra está sola en su mundo, en su deber, en su función. Y los espacios son, innevitablemente, un recordatorio de que, aún cuando unidas forman algo, su soledad está presente a tiempo completo.
Hay espacios vacios. Como el asiento contínuo cuando está desocupado. Y cuando esta ocupado también, porque el vacío entre el límite de nuestro cuerpo y el ajeno es tan largo y fatal como el espacio entre las letras. Y, cuando podemos traspasar ese espacio y rozarnos con el otro, chocarnos con el otro, nos olvidamos un segundo de nuestra soledad . O, caso contrario, recordamos que ese roce no nos pertenece, que la calidez de la piel que accidentalmente sentimos nunca será nuestra. Y no tenemos piel que lo sea. En esos casos sí, el roce nos recuerda que la próxima mañana despertaremos sin otra silueta en la cama más que la nuestra.
Hay espacios vacios. Como ese letargo mortal y frágil que deja un silencio tímido. O las brechas casi imperceptibles que deja un pianista al pasar de una tecla a otra. Porque la música tiene muchos espacios vacios. Porque entre una cuerda y otra el abismo es deliciosamente lejano.
Hay espacios ocupados por un error en el camino. Como el vacio que deja el amor y es ocupado, por desesperación y desconsuelo, por tristes pasiones hambrientas que florecen y marchitan desde el saliente al poniente. Porque sí, hay espacios que nunca deben llenarse y, caso contrario, deben llenarse de una fuerza única. Porque cuando esta fuerza es sustituida el vacio ya no es sólo un espacio, sino un sentimiento.
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