23 de agosto de 2011

La mémoire


Alguna noche fue, algo pasó. Ahora los días se desparraman sobre una agenda sombría como las hojas caídas de un otoño veloz. Las estaciones se acomodaban en las suelas de sus zapatos, desprolijas, efímeras.
Aquéllos eran días borrosos que no conseguía rearmar. Horas deambulantes, humos que no paraba de tragar.
Alguna noche fue, algo pasó. Ahora acariciaba la ventana con una mirada distante, casi ajena. Trataba de ahogar su alma en letras embriagadas, buscaba entre sus manos los rastros de alguna vieja carta que ahora parecía perderse en la negrura de un pasado dudoso.
Alguna noche fue, algo pasó. Recordaba su figura alejándose; la puerta de calle abiera, sus pasos llenando la vereda. Aún pueden verse sus huellas en el suelo, como puntos suspensivos acomodados en la frialdad de la calle. Todavía puede ver su espalda perdiéndose en la incomodidad de la noche.
Aún puede ver su figura cubriéndose del invierno, con la mirada baja, con la ausencia entre sus manos, en llamas. Aún se recuerda cerrando la gatera añeja, como un punto final que ninguno quiso escuchar.
Alguna noche fue, algo pasó. Ahora los meses se desparraman en la mesa, en una cuenta interminable, cristalizando las palabras que no pudieron decir.
Ahí, en alguna hora sin nombre, todo se olvidó. La calle se viste de otro color y todo parece desconocido. Los cigarrillos la esconden; ahogan, letra por letra, cada carta oculta en algún rincón, cada vocablo que formaba su nombre. Entre las cenizas se apagan lágrimas sordas, encendidas de nostalgia. Se atraganta una y mil veces con los ecos tardíos de un adiós que quebró la térmica.
Alguna noche fue, algo pasó. Ahora desdibuja lentamente su nombre, escrito en sus labios. Se quita silenciosamente todas sus caricias de la piel; intenta con suavidad enmudecer su voz, borrar sus ojos de alguna fotografía. Calma su pecho con algún alcohol, y se desnuda en páginas vírgenes, en tintas que la adormecen entre los renglones.
Alguna noche fue, algo pasó. Ahora se acomoda en un rincón y calla. Sabe que su mirada indeleble la espera afuera en algún lugar. Y adentro, cada habitación intenta pronunciarlo mientras los muebles relamen los últimos rastros que su piel dejó.
Alguna noche fue, algo pasó. Ahora se descubre en al densidad de la térmica y, arrastrándo soledad, respira.
Ahora los días se desparraman desprolijos sobre un calendario sombrío, como las hojas crujientes de un otoño veloz. Ya no importa la estación. Desata su cabello, limpia sus párpados de espinas y respira.
Hoy sabe. Ese sábado fue, ese suspiro se rompió.

25 de abril de 2011

Entretiempo-



Acá vivo
(en un paréntesis)
Tal vez mañana salga
y sea párrafo;
o quizás sólo
-oración-.

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Creo que te vi
pidiéndome que cambie los muebles de lugar.
En la esquina pondré
la mesita con luz.

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Desarticulé mi cabello
y se hizo pájaro
¿o espina?

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Una línea quebró el silencio
y pensé con ardor
que no volverías.

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Tengo libertad
[entre corcheas]
y quiere salir.
Se asoma por el techo
y le teme a la blancura.
Tengo libertad
caminando por los renglones.

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Las palabras amueblan mi lengua.
Necesito un paracaídas
hecho con tela de sordera.
Te callaste.
Yo salté.

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Un entretiempo me está mirando.
Le sonrío y escapa.
Creo que se despertó
el reloj.


16 de marzo de 2011

Silencio marchito


El tiempo le asomaba entre los párpados. Los meses se habían colado en su piel, alguna vez suave, y ahora su cuerpo entero era un frágil calendario.

Tenía el cabello almidonado de huellas grisáceas. Las nevadas de algún Abril de antaño habían quedado postradas en sus rizos inquebrantables. También sus pestañas se dibujaban de invierno, y sus cejas fruncidas eran claras como un amanecer aledaño. Un mar perlino había llovido en sus ojos y cubría delicadamente su iris tembloroso.

Los pliegues de su piel asimilaban renglones ausentes, y esa tarde me senté a leer su historia. Los años se escribían y describían en cada arruga débil que se acomodaba sobre su rostro cansado. Sus mejillas aún guardaban el ardor rojizo de una juventud que atesoraba en los recueros encrustrados en los repliegues de su cuerpo. Sabía que en toda su nívea piel se habían tatuado las memorias de su andar, y no necesitaba hojas para deletrearlas.

Era fácil descifrar las quimeras que inútilmente intentaban ocultarse en los surcos de sus labios. Por un momento los nombres de quienes los habían besado se escribieron en su boca como un ave de paso. Sus manos se vestían de cortezas, y ahí, en las hendiduras superficiales de sus dedos finos, se dejaba ver una leyenda que mis ojos indiscretos, placenteros espectadores, ojeaban sin detenerse.

Algo de su pasado, algo de los caminos que se habían grabado en su cabello, algo de los amores y desamores que descansaban distraídos en su espalda; quizás algo de los encuentros y las pérdidas que se recostaban en un letargo agridulce sobre sus uñas quebradizas. Algo de su piel de pergamino me había invitado a descubrir qué calles se enredaban en sus hebras desteñidas, qué cartas se escondían en su sien, qué palabras habían muerto en su garganta.

Esa tarde me sentí como una niña descubriendo una fábula escondida en una silueta mágica. Leí silenciosamente cada palabra ingenuamente escrita en su tez ajada. Ningún vocablo manó de su angostura, pero ese atardecer todas sus crónicas se dejaron ver en su talle marchito.

El tiempo le asomaba entre los párpados. Su anatomía entera era un calendario sutil, finamente acomodado sobre el banquillo estático de aquella plaza. Sus manos curtidas y agitadas se posaban una sobre la otra. Algo de las sombras bajo sus pies me invitó a leer su semblanza discreta. Algo de su mirada distante llenó las páginas de una obra enmudecida, y toda su añeja poesía se imprimió en mis ojos desconcertados. Y fue, sin lugar a dudas, la mejor que he leído.

1 de agosto de 2010

Fémina tempo


Hay una hora impermeable, indeleble.
Y ahí, entre sus espinas pasajeras, se esconden mis párpados gastados.
Saltando entre las agujas, te pido que me mires,
que escribas con tinta almicida mi nombre en tus labios.
Ya no me importa con qué vocablos quieras llamarme, pero mi cuerpo silencioso reclama salir de las sombras, de esa noche invariable en la que me escondo cuando veo tus huellas a lo lejano.

Un susurro se escurre por el abismo de tu boca.
Siento la humedad de tu lengua nombrandome
y algo detiene esa hora.
Mientras saboreas la pronunciación, mi cuerpo se relame en curvas, cabello y uñas.
Tus labios danzandome, creándome con suavidad.
Y es ahí
-en ese tiempo sin nombre-
cuando comienzo a vestirme de piel.
Las horas se quebraron, ya no hay segundos para ocultar las distancias,
sólo eso faltaba,
pintar mi alma con tu voz
y renacer en la música que me nombra.

Ya no importa cómo me llames en esa hora enmudecida.
Ahí, en la esquina vertical de mi sombra tú me nombras
y ahora soy yo.
Soy la hora impermeable. La hora indeleble que se cuela en tus labios.

A veces, el tiempo tiene forma de mujer.

9 de diciembre de 2009

cuando vi tu agua colgando en la pared
se despertaron los ojos de mi piel
y vi tu secreto
cantando despacito
- si ya no hay espacios-
y contando entre lagunas
que tu historia tiene delantal, y pones sobre la mesa
los instantes de tu ser
para que los saboree con la mirada
o con esa piel
hoy está ahí
tu agua colgando en la pared
y mi apetito por saber de tu alma.

14 de noviembre de 2009

fotografía de la soledad


Desde afuera la casona se veia desprolija. Con los años las paredes se iban desvistiendo, poco a poco. Ahora se podía ver su piel chabacana, rasgada por el polvo, impregnada de tiempos perdidos y sombras efímeras. Algo había quedado ahí, algún roce despistado de los peatones distantes. La cerca sombría se alzaba silenciosa, los barrotes mudos eran brazos cubriendo los espacios vacios, protegiendo la ceguera indeleble del pasto mal crecido.

Adentro los muebles gemian delicadamente, ya cansados de usos y desusos. Las ventanas acallaban el paisaje desolado. Desde un rincón, él mira de reojo la habitación. No hay nadie, está rodeado de huellas incendiadas, de recuerdos nostálgicos que rasguñan sus ojos. Antes, ya no sabe bien cuándo, las baldosas resonaban bajo las pisadas inquietas de visitantes, amores, niños y putas ahora extraviados.

Algo pasó. Ya no hay nadie detrás de la gatera y las luces alumbran accidentalmente los restos de una vida que ya no es. Las moscas vuelan y sobrevuelan la crudeza del vacío. Las flores despintadas y raídas sollozan sobre sus cuerpos marchitos. La cama esta sin hacer. El ritual ya no tiene sentido, las sábanas se acomodan en el desorden y allí quedan. Insuficientes, insatisfechas.

Las escaleras ahogadas de pasos desentendidos cuelgan repletas de sordera. El silencio se extiende escalón por escalón.

Sobre la mesa una taza vacía con restos de café insípido acompañada por un cenicero inundado de colillas y del cadáver de la nicotina suicida.

Es la soledad la que rellena los espacios vacios. Es el cuerpo olvidado, la presencia ausente del solitario, los recuerdos extintos, las palabras tiradas sobre el suelo.

Es el retrato del abismo que queda en la carne cuando ya no hay espacio para el pasado.

La última gota de vino añejo, el último baile armónico del humo de un cigarro. Es un último tango antes de dormir. El último tren de cercanías, las dos velas sobre el aparador cubriendo de luz espesa lo poco que queda.

Algo pasó. Los ecos de ayer fotografían la soledad de una casona desprolija. Todavía se escucha la nostalgia, todavía quedan silencios bajo la luz.

5 de junio de 2009

Almicida



Ella viene y desenvaina su cabello afilado sobre las luces y las calles.
Las veredas se silencian, se visten de acantilados sombríos y cada orilla finamente oculta en el pavimento es el límite imperceptible de la hora almicida.
Allá, en la esquina más austera, el mes de Abril descalza sus pies y despide el otoño con sus pestañas de hojas marchitas.
Casi no se ve, alguien apagó todas las velas.
Ella se desnuda.
En su cuerpo intangible algo brilla.
Nadie sabe si son sus ojos, o si es su alma felina de callejón.
Camina las calles amordazadas, posa sin ropas sobre el capot desgastado de los autos y en las faldas de las putas.
Algo interrumpe la soledad impenetrable.
Es el ruido que deshace las palabras muertas en el paladar.
Ella lo mira.
Y vuelve a callar.
El escenario es sublime.
Y efímero.
Basta que el reloj siga carcomiendo espacios vacíos hasta llegar a la hora final, el absimo que abraza las cuclillas del día, toda la curvilínea emancipación de luz reducida en un sonoro "pm" que poco a poco se va desvaneciendo.
Es la noche.
Es ella clavándose en las pupilas del suelo, acariciando el asfalto, gimiendo a bocanadas mientras trepa por los edificios que la miran encantados.
Ya casi termina.
A lo lejos se asoman las primeras brazadas del nuevo día, cortando despistadamente los cabellos filosos de la oscuridad.
Ella se aleja.
Hay algo en su cuerpo sin huellas que no la deja bañarse en luz.
Lanzo una última mirada a su espalda de luna.
Ya casi no quedan rastros de su baile nocturno.
.
No importa, mañana vendrá de nuevo.